Salimos ayer tarde por eso de que este anómalo verano tiene días de todo tipo y lo mismo abrasa el sol que diluvia con intenciones apocalípticas o corre un desapacible viento que anticipa el otoño. Además con estas vacaciones vespertinas poco se puede hacer ante la impertérrita realidad laboral matutina. Sí, amigos, cual hípster que añora lo vintage, barbas y patillones incluidos, yo también me acerco a la otrora realidad setentera del pluriempleo temporal.
Rollos aparte, salimos a disfrutar del ambiente raruno de esta minicuidad desierta por el éxodo playero agosteño y decidimos refrescarnos con una cerveza en un bar que ha adquirido una nueva regencia de sonrientes orientales, como casi todas en estos últimos tiempos de la hostelería. Sacan unas medianas empañadas por el brusco cambio de temperatura, cosa que te hace desearlas con premura y la salivación propia de los perros de Pavlov, y mientras se lo agradeces con un shié-shié de su tierra, ellos, obsequisos te sacan un plato de patatas chips.
Quizá en un pequeño bol no huirían...O sí.
Pero el viento juguetón lanza una ráfaga a traición mientras el camarero planta el plato en la mesa y tres patatillas huyen del montón. El camarero raudo y veloz, las pesca de la mesa y las vuelve a posar sobre el montón del plato. La única reacción es la de nuestras caras que rompen a reír, por no llorar de asco, cuando el camarero, inmutable, se larga tan campante.
Obviamente, depositamos las patatas en el cenicero y nos damos a la apetecible bebida helada.
Marco
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Aitor Arregi y Jon Garaño me parecen dos buenos directores, tanto cuando
trabajan juntos como por separado. La única película suya que no me gustó
fue Han...
Hace 1 semana
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