La semana pasada, pongamos el miércoles, madrugué, como todos los días, independientemente de si es laborable o festivo. Me fui a duchar y calenté el café y las tostadas mientras me vestía. Mi cafetera es italiana, de estas de rosca. No me gusta el sabor de las de cápsula y me parece un atentado contra el reciclaje usar lo que me parece "la dictadura del cafetariado", porque se han puesto tan pelmazos con esto de las cápsulas que el café molido va quedándose arrinconado en las estanterías de las tiendas de alimentación. El café que queda en la cafetera, lo caliento en el microondas. Suelo entretener mi solitario desayuno mirando alguna cosa como el programa "La Base" o las noticias gamberras de "hora veintipico". Salí hacia el curro sin novedad. Aún no amenazaba lluvia.
A media mañana me encontraba con una cefalea terrible y empecé a notar una falta de energía cada vez más creciente. Preferí no tomarme otro café en el curro, cosa que hago a veces, por no pasarme con el estimulante. Las horas transitaban a ritmo de caracol. Pensaba que quizá se debía a que formar a gente me roba la energía. Llegué a casa arrastrando los pies, y sacudiendo el paraguas, y anuncié que me iba a echar la siesta. Dos horas de siesta cuando, en la inusitada ocasión en que cierro los ojos en la sobremesa es para diez minutos y suele ocurrir una vez cada cuatro años. Estaba acostumbrada a empalmar trabajos y no podía gozar de las cabezadas vespertinas.
Al día siguiente volví a madrugar por imperativo sonoro de mi despertador, y seguí el ritual: Me duché, me vestí y, cuando fui a meter mi cafecito en el microondas ahí estaba, digna y solitaria, mi taza de café del día anterior esperando que la recogiera desde hacía exactamente 24 horas.
¡La víspera no había tomado el café! ¡He ahí toda explicación al arrastre de un sueño tan pertinaz! Olvidadito en el microondas. Si es que una no sabe dónde pone la cabeza tan temprano. Ni la cabeza, ni la taza de café.