Estas oleadas de calor extremo hace que peregrinemos los sábados a la playa con la familia. Para quienes no son puntuales hay que darles la hora del encuentro con cierta variación dándola casi una hora antes para que estén a la deseada. Y salimos hacia cierto pueblecito de la costa del Garraf. Como vamos temprano, encontramos aparcamiento.
Y montamos el fuerte. Las sombrillas bien clavadas, las toallas alrededor, preferentemente a la sombra, excepto alguna joven que prefiere hacerse vuelta y vuelta algo mosqueada porque su madre le obliga a untarse una crema de elevada protección, que, francamente, a mí, aunque me pase el día echándomela encima, como si fuera mortero, no evita que el sol me atice con contundencia, a pesar de estar a la sombra, y acabe con un color guiri-gamba cocida muy logrado que, a los tres días vuelve a ser blanco nuclear.
Y la sobrina se empeña en que alguien vaya con ella al agua, porque no quiere ir sola, y aquí, la tonta, cede, porque mucha defensa no pongo, y me baño una, dos, tres y hasta cuatro veces en sesiones larguísimas, más allá de las arrugas dactilares por efecto del remojo, con una tabla de corcho saltando a contraola como si tuviera quince años. Sé que esto mañana me pasará factura.
Entre baño y baño, a la sombrica del parasol, chupando cervezas mientras rechazamos a las ingentes cantidades de vendedores ambulantes que te venden de todo; desde coco hasta vestidos ibicencos pasando por masajes, trenzas, gorras, gafas de sol, pantalones de deporte, camisetas del Barça (Y del Madrid) y la estrella del verano: los tapices multiusos: bien toalla tamaño familiar, bien pareo XXXXXXL.
¡Qué Wally ni Wally! ¿Dónde estamos nosotros?
Y comemos, por puro hambre, lo que tenemos en la nevera y nos tumbamos para reposar hasta que la sobrina vuelve a reclamar compañía para el agua. Es eso o jugar a las palas, y, la verdad, no me veo recogiendo pelotitas cada vez que se caen, que van a ser muchas. Y volvemos al agua hasta perder la noción del tiempo, después de habernos untado crema factor 9000 contra los rayos -mala- uva, en la piel y en la arena que tenemos pegada, haciéndonos un peeling casero de lo más lijoso. Y ahí estamos, dándolo todo sobre olas que se rompen hasta que a alguien le pica una medusa, y esta vez no es a mí, que siempre soy la pupas.
Salimos del agua, la sobrina, con fastidio, por la medusa aguafiestas, y, en esto que dan las seis. Venga, a la ducha, a cambiarnos al coche y de paseo por el pueblo. Yo ya estoy muerta a las siete. Extenuada, agotada, derrengada. A las diez, tumbada en la cama. Mañana me van a doler hasta las pestañas, y no sólo por el sol. Ya soy una vieja.
Marco
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Aitor Arregi y Jon Garaño me parecen dos buenos directores, tanto cuando
trabajan juntos como por separado. La única película suya que no me gustó
fue Han...
Hace 1 semana
3 comentarios:
El rebaño no puede entender el ocio sin ser rebaño, por eso la supuesta relajación de ir a la playa ha de hacerse dentro del hormiguero, no fuera. Por cierto, en Rumania, en el Delta del Danubio, hay playas espectaculares a las que no puedes llegar con coche, por ejemplo la de Sulina, espectacular, entre las aguas del Danubio y del Mar Negro. A ver si haceis una visita por el salvaje oriente.
Saludos
Tras contarnos esa historia que se repite a cualquiera que uno vaya o está en la playa, visto lo visto y oído lo oído, ¿no es mejor darse una duchita cuando uno tiene calor, tomarse una cerveza sacada del frigo, tomar una buena o regular comida sin que esté llena de arena?, si, ya se que lo gracioso de todo esto es la bulla y estar pringao de aceites, crema y arenilla. Lo que hay que hacer para ponerse moreno y estar con la familia.
Saludos
Yo he debido nacer vieja, porque de siempre la playa me ha cansado muchísimo. Aunque haya estado dos horas y no me haya quemado y no me haya recorrido la orilla de arriba abajo... da igual. Ya lo dice la sabiduría popular: la playa cansa.
Ah, y deja granitos de arena en lugares insospechados como las orejas o las uñas... ¡para siempre!
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