Los envarados anglosajones, protestantes por puro capricho de la entrepierna real, creían con fervor que el trabajo era una bendición y el fin de la vida de un hombre digno de ser como tal. Un hombre, claro, si fuera una mujer la elucubradora de tales zarandajas, no hubiera llegado a esa conclusión porque el trabajo diario de servir no la hubiera dejado tiempo para imbricar ideas de comerciante que no dobla el lomo. Patochadas de anglosajón que no sabe sacar partido de las cosas buenas de la vida, quizá porque su clima no le permite gozar de ello.
Estos pensamientos triscaban por su mente desde bien temprano, cuando había ido a abrir la modesta librería de su tío, que la había dejado unas semanas a cargo del establecimiento, mientras él, descansaba unos días lejos de la ciudad. Una vez concluidas las clases, no tenía otra cosa que hacer en verano y, así, sacaba un magro estipendio. Tampoco es que su tío fuera espléndido, pero, al menos, regentar la librería durante sus vacaciones, le daba la oportunidad de dedicarse al placer de la lectura.
Debía estar temprano para recoger los diarios de la mañana, esas ediciones de papel tosco que se resistían a desaparecer por culpa de las publicaciones digitales. Los currelas más madrugadores llegaban con prisas, tomaban su ejemplar, soltaban las monedas y se iban aún con la voz secuestrada por el sueño nocturno. Los había con suerte, desocupados o ya, jubilados, que podían llegar a media mañana a por la prensa para sentarse en la cafetería a desayunarse con morosidad.
Librería de barrio. Mas revistas que libros
Como cada día, con una puntualidad irritante, el vecino gorrón abrió la puerta del local, dio un educadísimo buenos días y se acercó a los periódicos. Ella lo llamaba "el vecino gorrón". Había sido un empleado de banca que tuvo la chusca suerte de salir prejubilado en una de esas megafusiones entre entidades usureras y atracadoras, con una ventajosa pensión que le permitía vivir bien, aunque, cicatero él, quizá por obra y gracia de los años vividos en su empresa, miraba cada céntimo que gastaba, que solía ser muy de tanto en tanto. Siempre vestido con ropa de varios años atrás, "porque, total, aún vale para una temporada más", y hacía varios lustros de ello, escatimaba hasta las visitas al peluquero y era complicado decirle a un señor, recién entrado en la sesentena, que la melena de pelo ralo y aceitoso le quedaba como a un Buda orondo y sonriente un Kalashnikov.
El vecino gorrón, con su pelo grasiento y demasiado largo, peinado hacia atrás, miraba con ojos golosos los diarios y tomando uno de ellos, con seguridad, como algo realizado con precisión cotidiana, anunció:
- Te cojo un diario.
- Es un euro con veinte - lo miró fijamente a los ojos y él se defendió artero.
- Pero si sólo lo quiero para leer, luego te lo traigo.
- ¡No te jode! ¿Y para qué lo quieren los demás, para envolver bocadillos? Todos los días lo mismo. No sé si mi tío te deja hacer esto, pero yo, no.
El vecino gorrón soltó de sus dedos pinzados el diario que tenía sujeto, soltó un digno "¡Ah!" y se escabulló por la puerta. Ojalá no volviera, pensó, pero mañana intentará la misma jugada, el muy miserable.
Marco
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Hace 3 días
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