Tengo un bló

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miércoles, 25 de marzo de 2020

Pasajes de la Biblia: Hacienda somos todos, aunque los sumos sacerdotes se hagan los orejas.

En aquella Jerusalén fagocitada por el imperio seleúcida había un tal Onías que era el sumo sacerdote del pueblo hebreo. Como suele suceder, la religión atesora riquezas, cosa que a un tal Simón, inspector de algo así como hacienda, le parecía fatal, y es que en eso de recaudar impuestos al pueblo, el Estado es implacable. Simón acudió inmediatamente a denunciar el acopio de bienes  ante la autoridad griega competente. Esta no tardó absolutamente nada en enviar a un general, porque los militares siempre están para estos casos de imponer la ley, sobre todo si hay riquezas a rapiñar de por medio.

Aquél general se llamaba Heliodoro y fue recibido por Onías el sacerdote. Ante las preguntas del militar acerca de la veracidad de tanta riqueza escamoteada, el sacerdote, como suele suceder, se justificaba alegando que aquello era para socorrer viudas y huérfanos, aunque hubiera quedado mejor si en vez de estar todo bien guardadito, las viudas y los huérfanos pudieran testificar con las manos llenas de esa , digamos, limosna de la que al sacerdocio se le llena la boca pero luego no se le vacía en la mano.

Expulsión de Heliodoro del templo (de Rafael)

Como suele suceder, el militar en nombre del rey pasó de los ruegos del sumo sacerdote y procedió a requisar el tesoro, entonces el pueblo salió a manifestar su pesar, a arrojarse a tierra y a rasgarse las vestiduras, cosa que suelen hacer los judíos ante cualquier disgusto con harto dolor de los sastres y modistas ante el volumen de trabajo que se les viene encima para remendar. Justo en ese preciso momento ocurrió algo inusitado.

Detalle del caballero dorado coceando a Heliodoro.

Cuesta creer que atribuyan a Jehová la aparición de un caballero de brillante armadura con afán justiciero, pero así lo hacen y tan bien lo tienen reconocido que la tradición bíblica que recibieron los cristianos de sus mayores mosaicos tiene imágenes semejantes como Santiago a caballo y armado ensartando sarracenos en la batalla de Clavijo, por no hablar de San Jorge y su traje de guerra para matar dragones.

Volviendo al tema, el caballero ¡Con armadura de oro! embiste a Heliodoro, el general, y lo derriba  coceándolo, el jinete, no, el caballo varias veces. En eso que aparecen dos bigardos enormes vestidos de rica manera, cosa que ya empieza a mosquear, y se dedican a apresar al coceado y a darle una somanta de palos. A Heliodoro, del que no se puede decir que quede hecho un "ecce homo" porque aún quedan varios siglos (3) para que nazca Cristo, lo recogen, y se lo llevan en camilla.

Los matones

La gente celebra la paliza y la cree un acto divino. Por lo visto a nadie le resulta extraño que aparezcan tres maromos vestidos con oro y riquezas. Todo el mundo se traga que es intervención divina, hasta los subordinados de Heliodoro que acuden a Onías, el sacerdote, para rogarle que rezara por el apalizado. Onías, que se repiensa el hecho y que se da cuenta de que el rey puede tomar represalias con el ejército, cosa que indica que no cree tanto en la providencia de Jehová, no se sabe cómo, hace que los dos gorilas que habían apalizado a Heliodoro se acerquen al lecho del dolor de éste para advertirle de que debe dar gracias al viejo sacerdote de que la cosa no haya ido a más.

El miedo, que hace estragos, hace que Heliodoro asuma la paliza como una muestra de la "gracia de Dios" y vaya a orar al templo judío haciendo una ofrenda. Tiempo después, ante su rey, le cuenta la voluntad divina, aunque cuesta creer que tanta gente se trague esta patraña, aunque sea a base de jarabe de palo.

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